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Transvulcania 2025 bajo la tormenta: crónica desde el corazón del volcán

Foto: Roberto Martin

No sé si fui a correr la Transvulcania o a dejarme conquistar por una isla que parece sacada de otro planeta.

La Palma, la Isla Bonita, es una joya del archipiélago canario forjada a fuego lento por siglos de actividad volcánica. Su terreno abrupto, sus cumbres escarpadas y barrancos vertiginosos la convierten en un paraíso natural para el trail running.

No es casualidad que aquí naciera, en 2009, una de las carreras más icónicas del circuito internacional: la Transvulcania.

Una ultra que atraviesa la columna vertebral de la isla de sur a norte, siguiendo la Ruta de los Volcanes, coronando la cumbre más alta (el Roque de los Muchachos, a 2.426 m) y descendiendo brutalmente hasta la cota cero, tocando el agua del Atlántico en Tazacorte.

Es más que una carrera. Es una celebración de la geografía salvaje y única de La Palma.

A veces las carreras te atrapan por el reto deportivo. Otras veces, (como esta), lo que te engancha a volver y volver es el lugar, la gente, y esa sensación de estar metido en algo más grande que tú mismo.

Una isla encendida, aunque llueva

Llegué a La Palma unos días antes de la carrera. Lo justo para conocer la afabilidad y las ganas de los Palmeros para explicarte la historia y la realidad de su isla (desde el minuto cero, gracias al conductor del transfer hasta el hotel) y para enamorarme perdidamente del paisaje. No es exageración.

La Palma no es una isla, es una sinfonía geológica.

En cuestión de minutos pasas del mar a los pinares, de un barranco selvático a un campo de lava negra donde el viento aúlla como si la Tierra aún estuviera en erupción.

El jueves antes de la carrera aproveché y salí a correr por senderos que llegaban al Volcán de San Antonio, que parecían recién salidos del génesis. Me asomé a cráteres con la sensación de estar husmeando en las entrañas de algo sagrado.

En medio de todo eso, la mezcla de nervios y emoción que te recorre cuando sabes que algo grande se acerca ya estaba presente.

El tipo de gente que nunca se esconde

Y llegó el día. O, mejor dicho, la noche, porque la Transvulcania arranca en la oscuridad, con los frontales abriéndose paso por los primeros metros volcánicos.

Pero esta edición no fue una más. El clima decidió que no iba a ser fácil. Viento cresteando, lluvia y un frío que calaba los huesos.

El tipo de condiciones que, si te las cuentan en casa, piensas que igual era mejor haberse apuntado a un 10K urbano con café calentito en meta.

Pero ahí estaban. Los palmeros. Con paraguas, con chubasqueros… pero ahí. Animando como si el sol brillara. En los avituallamientos, en las cunetas, en mitad de la nada. Gritando tu nombre si lo veían en el dorsal. Repicando campanitas, ofreciendo caldo caliente, coca cola, y repartiendo sonrisas y ánimos que valían más que cualquier gel energético.

Una isla volcada, literalmente. Como si la carrera fuera de todos, y no solo de los que corríamos.

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La Transvulcania es bella, sí. Pero también te pone frente al espejo.

Porque correr por ese lomo de fuego que es la Ruta de los Volcanes no es solo una experiencia física.

Es una lección de humildad. La lava, el viento, los repechos que no terminan nunca, el barro sobre tierra volcánica que te roba la zancada. Cada paso te lo tienes que ganar.

Y cuando crees que estás arriba, viene otro cráter. Y otro. Y otro.

Este año, más que nunca, la montaña seleccionó con dureza. Un 30 % de abandonos en el maratón y un 25% en la distancia ultra, la mayoría por hipotermias.

Y no por falta de ganas. Porque rendirse allí no es debilidad, es supervivencia.

Y es que en algunas carreras, el material obligatorio puede parecer un fastidio: ese cortavientos que nunca usas, esos guantes que llevas “por si acaso”, la manta térmica que parece más simbólica que útil.

Pero cuando las condiciones se ponen feas —como en esta Transvulcania 2025—, entiendes que cada uno de esos objetos tiene un propósito muy concreto: que llegues entero.

En los tramos más altos, el viento era tan gélido que los dedos se entumecían y costaba hasta abrir un gel. En el avituallamiento del Roque de los Muchachos. (a 2.400 m) un voluntario me sacó el vaso de mi cinturón al tener las manos incapacitadas para atinar mucho.

Y allí mismo, vi corredores y corredoras envueltos en sus mantas térmicas, en la última barrera entre seguir y el abandono.

Y no es solo por ti.

Llevar el material adecuado también es una forma de respeto hacia la organización, hacia los voluntarios que están jugándose el tipo para darte avituallamiento en mitad del temporal, y hacia el resto del ‘pelotón’.

En montaña, el egoísmo se paga caro. No estás solo.

Y estar preparado, aunque suponga cargar con unos gramos de más, es parte de lo que significa correr con cabeza.

La épica está bien, pero la seguridad, primero.

Yo mismo dudé en algún momento, cuando el viento me golpeaba de lado y la lluvia me venía desde abajo (literal), “qué salvajada” pensé, pero gracias a los ánimos entre corredores y corredoras -que se redoblaron-, y a este avituallamiento salvador, (en el que me pude tomar el mejor caldo de verduras de toda mi vida), me insuflaron las energías suficientes para encarar con garantías lo que venía por delante, 18 km de bajada y más de dos mil metros negativos, un auténtico reto para los cuádriceps.

La línea de meta como redención

Llegar a Tazacorte en un último kilómetro en un sendero sacado de una película de Indiana Jones, y luego -en la distancia ultra- subir ese último muro hasta Los Llanos es como volver del inframundo.

Hay barro en las zapatillas, sal en todos los rincones de la cara, y lágrimas que se confunden con la lluvia.

Cruzas la meta y no eres el mismo que salió de Faro de Fuencaliente o del Refugio del Pilar. Has pasado por algo. Algo que no se mide solo en kilómetros.

Este año, la victoria en la Ultramaratón fue para el eslovaco Peter Frano, que completó los 73 km con 4.350 metros de desnivel positivo en un tiempo de 6:55:36.

Le siguió el italiano Andreas Reiterer con 6:58:27, y el español Manuel Anguita cerró el podio con 7:19:18.

En la categoría femenina, la francesa Anne-Lise Rousset Séguret se impuso con 8:18:17, seguida de Ekaterina Mityaeva (8:36:58) y Martina Valmassoi (8:37:25) .

No sé si volveré. Peo me imagino que sí. Porque hay carreras que te marcan por el tiempo que haces, y otras por el tiempo que se queda dentro de ti.

La Transvulcania 2025 fue una de esas. Una en la que los volcanes no rugieron, pero la isla sí.

Y eso, créeme, no se olvida.


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