The Economist: Soteras Jalil
Durante años, el nombre de Wilson Kipsang fue sinónimo de excelencia, poder y velocidad. En un país de prodigios del fondo como Kenia, él era el elegido. El hombre que dejó atrás los campos de maíz y pobreza del distrito de Keiyo para conquistar las grandes capitales del mundo.
Paró el crono en Berlín con 2:03:23 en 2013, superando al segundo clasificado Eliud Kipchoge por más de 30 segundos y estableciendo un nuevo récord mundial. A partir de entonces se embolsaba hasta 350.000 dólares por solo aparecer en una carrera.
Por si había dudas, un reciente reportaje en The Economist lo deja claro: Kipsang no solo ganó mucho, también lo perdió todo. Su vida se convirtió en una montaña rusa de decisiones arriesgadas, malas compañías y promesas vacías.
Quiso ser magnate inmobiliario. Soñó con construir un imperio de ladrillo en Eldoret, la ciudad sagrada del running. Pero lo hizo como quien juega al póker: pidió préstamos con intereses astronómicos, cayó en manos de estafadores y fue víctima de su propia ingenuidad.
Un “inversor” le vendió oro falso por 40.000 dólares. Otro le prometió duplicar su fortuna y le volaron 250.000 dólares en un abrir y cerrar de ojos. ¿La recompensa? ruinas, y una cicatriz en la cabeza tras un accidente de tráfico.
En enero de 2020, la World Athletics le sancionó con cuatro años de suspensión por no comparecer en varios controles antidopaje entre abril de 2018 y mayo de 2019, y por manipular la investigación al proporcionar pruebas falsas. Su figura se desvaneció. Ya nadie habla del bronce olímpico de Londres 2012. Nadie recuerda sus victorias en Berlín, Londres, Nueva York o Tokio.
Cuando The Economist le entrevistó recientemente en Eldoret, mientras comían carne de cabra y patatas asadas, Kipsang tenía una sonrisa resignada y un discurso lúcido: “Cuando ganas una carrera importante y te llueve el dinero, te crees el rey del mundo… Pero es muy fácil arruinarlo todo”, reconocía.
Quienes le conocieron en sus días de esplendor recuerdan noches interminables en discotecas. En Eldoret, su presencia era sinónimo de exceso. Mientras algunos corredores ahorraban hasta el último chelín, Kipsang era el derrochador alegre: fiestas y negocios dudosos, incluso en el momento que anunció su retirada.
A día de hoy, solo conserva un hotel en Iten, el pueblo más atlético del planeta, como vestigio de lo que alguna vez fue su “imperio”.