Hubo un tiempo en que Eliud Kipchoge corrió —literalmente— sobre las aguas. Se decía que la única prueba irrefutable de la existencia de Dios era ver a Kipchoge volar mientras otros luchaban por no hundirse. Él flotaba. Era el supermaratoniano que venía de dominar el tartán, el hombre que había convertido el atletismo en una declaración de amor y de principios. Un atleta completo, valiente, fiel a sus ideales, que se elevaba sobre el asfalto como el alma de un monje, recordándonos que, para alcanzar la eternidad, primero hay que ser capaz de volar en la tierra.
Ese Kipchoge ya no existe.
Hoy el maratón de Londres fue el escenario de su último acto de resistencia: un sexto puesto digno, pero lejano de la gloria. Cuando cruzó la meta en 2:05:25, era inevitable pensar que el milagro se termina. Que aquel fraile del asfalto corría hoy una batalla diferente. Eliud Kipchoge ya no es invencible. Quien durante casi una década pareció inalcanzable con récords mundiales, dos oros olímpicos y la hazaña de correr un maratón en menos de dos horas, comienza a asumir que su dominio ha llegado a su fin.
Después de un año complicado —décimo en Tokio y abandono olímpico—, a sus 40 años, el hombre que redefinió el maratón muestra signos de convertirse en uno más dentro de un pelotón que él mismo elevó a otro nivel. “En el deporte, como en la vida, no todos los intentos se convierten en victorias, pero cada uno aporta un significado. Me voy de Londres motivado, feliz y con ganas de lo que viene (…). Correr es un movimiento”, declaró.
Kipchoge ya no es el hombre que dejó boquiabierto al mundo mientras sus rivales respiraban por la boca. No es el corredor que llegó en el maratón de Berlín con media plantilla fuera de la zapatilla, o que se quitaba la gorra en el kilómetro 30 y, a pelo, volaba hacia la gloria. Hoy, Kipchoge es un símbolo de lo que fue, una referencia para una generación que ya corre más rápido. El hombre que una vez caminó sobre las aguas ahora pisa tierra firme. Y aun así, sigue siendo Kipchoge.