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El arte de correr: un viaje hacia uno mismo

Todo empieza con una excusa. “Quiero perder peso”, “el médico me lo ha recomendado”, “necesito despejarme”. Pero esas razones son solo la superficie. Si todo se redujera a un objetivo tangible, al alcanzarlo dejaríamos de correr. La verdadera razón está más adentro, en algún lugar que no se puede explicar del todo con palabras.

A veces es la necesidad de reiniciar, de escapar de la rutina o simplemente de encontrar un momento de paz en medio del caos. Salir a correr es un acto solitario, pero no de soledad. Es un encuentro con uno mismo, una conversación silenciosa en la que cada zancada tiene un significado. La magia está en la repetición, en la constancia, en la capacidad de abrazar el esfuerzo y convertirlo en algo valioso.

Vivimos en un mundo de inmediatez, donde todo es rápido y pasajero, pero correr es todo lo contrario: es un compromiso con uno mismo, una construcción a largo plazo.

Al principio, todo es un reto. Llegar a los 20 minutos sin parar, después a los 30, luego a la hora. Los primeros días son un vaivén de emociones: hay días en los que parece imposible y otros en los que el cuerpo responde como si llevara haciéndolo toda la vida. La respiración se agita, las piernas pesan, pero la mente insiste. Correr no es solo movimiento, es transformación.

Con el tiempo, algo cambia. Lo que antes era un esfuerzo ahora se siente natural. El cuerpo se adapta, la mente deja de pelear contra cada paso y simplemente fluye. El ritmo se vuelve una melodía interna, una cadencia que acompaña cada pensamiento sin interrumpirlo.

De repente, correr ya no es un desafío, sino una necesidad. Ya no se trata de tiempos, de kilómetros, de superar marcas. Se trata de salir y hacerlo, de dejarse llevar sin pensar en el siguiente paso.

Es entonces cuando llega la verdadera recompensa. Cuando correr deja de ser una obligación y se convierte en parte de uno. No hay un destino fijo, no hay una meta definitiva. Solo el placer de moverse, de sentir el aire en la cara, de ver el mundo pasar en cada zancada.

Y en ese instante, todo cobra sentido: correr no es escapar, es encontrarse.


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